Acuarelas que cuentan historias.
Yolopinto, Benita y la curiosidad.
Creo que soy una persona bastante curiosa aunque por desgracia, mi curiosidad no está bien dirigida. Me gustaría sentir interés por la informática, por ejemplo. Y no hay manera. También me gustaría sentir inclinación por la economía o la física … y tampoco.
Lo vivo como una limitación porque el mundo está lleno de portentos que a mí me dejan frío. Por lo visto, de pequeño tuve un cerebro predispuesto a brillar. Lo dijeron así los test del colegio e incluso se consideró llevarme a un centro especial de alto rendimiento …hasta que la realidad se impuso y a alguien se le ocurrió que aquellos resultados tenían que ser un error y que lo mejor era dejar las cosas como estaban. Pero… ¿te imaginas?
Personas que se despiden tras haberse conocido.
Lo que realmente concentra mi curiosidad son los comienzos de las cosas. Me apasiona descubrir el orden en el caos. Entre todas las miles de posibilidades de que tal o cual persona no se conocieran, ¿qué fue lo que llevó a que ocurriera lo imposible? ¿Qué ocurrió antes del accidente, porqué a mí me gusta el mar y a ti la montaña, porqué hay gente que es feliz y otra que no lo consigue nunca? En fin…ese tipo de cosas me interesan.
Cuando conozco a alguien, procuro descubrir si tiene una historia que contar. Naturalmente que la tiene – todos la tenemos- pero puede ser que no quiera o no sepa contarla. Hay muchas personas que no les interesa su propia historia… y es una lástima. También tengo como asignatura pendiente averiguar porqué hay personas que no me interesan a mí.
Benita.
Mi historia con Benita es tan bonita que me da apuro contarla. No creo hacerlo bien. Va a ser una lástima.
“¡No te preocupes: internet está hecho para los gatos!. Da igual cómo lo hagas, a la gente le gustará” me dijo la sabia Brenda Harwood en una ocasión…”ya, pero es una historia larga y Internet no se lee…” “¡que no se lee en Internet! ¿Y entonces donde crees tú que se lee en este siglo? Cuéntalo ya, pesado, y déjate de murgas”
Bueno, pues voy…¿tú has salvado la vida de alguien?
Hombre…no sé.
Yo sí: le salvé la vida a Benita.
Benita después de su recuperación y antes de perder el pelo de la cola.
Yo no debía estar allí y desde luego Benita tampoco. Yo, porque soy un animal de costumbres y ese no era el lugar ni la hora . Benita porque se encaminaba, ciega, sola y desnutrida, debajo de las ruedas de una furgoneta que la aplastaría en cuanto el semáforo cambiara de color. Ni siquiera sé cómo lo pude ver: un grumito color rata que tanteaba el asfalto. Así que me tiré a por “aquello” sólo por evitarme en el futuro la pesadilla del recuerdo. Fue un pequeño acto egoísta.
Soy curioso para lo inútil y me interesa poco lo práctico. En el meollo de lo irresoluble pongo el foco de mi atención. Puedo divagar lo que haga falta sobre todo lo que ocurrió antes de que ocurriera algo. ¿No es extraordinario? … Vale, admito que entra de refilón en “absurdo extraordinario”… Pero es lo que hay. Sospecho severamente que las cosas tienen que tener un “qué” porque de otro modo… ¿cómo es posible tanta casualidad?. La tarde que me crucé con Benita yo no tenía que estar allí.
Benita sabe dar masajes en el corazón.
La “cosa” que recogí in extremis bajo las ruedas de aquel furgón en la plaza de Benavente, tardaría unos días en tener el aspecto de la acuarela. ¿Cómo había llegado hasta allí ella sola? Es pleno centro urbano. No hay jardín cercano ni edificio en obras. No es sitio para gatos callejeros. El estado lamentable de Benita hacía suponer que llevaba días de abandono…y calvario.
Esto y más cavilaba yo mientras buscaba un veterinario – llegaría tarde a la presentación de mi nueva exposición – que me dijera qué se podía hacer. “Parece que tiene parásitos en superficie” dijo poniéndose guantes. “Ah, qué bien” “Y está muy desnutrida… A veces no se recuperan” “Oh, vaya” “Vamos a ver si hay algo debajo de esta lápida de legañas. Se tardará un rato… ¡pues parece que es bizca!” “¡Ay, mi amor!”
El caso es que Benita sí se recuperó. Cierto que al poco de estar en casa perdió el pelo del rabo y las orejas a causa del stress post-traumatico, dictó alegre el veterinario . “¿Y le volverá a crecer?” “Cabe suponer”.
Benita tiene ahora los ojos siempre bien abiertos – menos cuando dormita.
Le creció, afortunadamente, porque no tenéis ni idea de lo feo que resulta el rabo pelado de un gato. Creo que su vida desde entonces ha transcurrido sin sobresaltos. Hace ya unos diez años.
Benita ha sido siempre una gata muy buena. Algo remilgada, quizás. No sabe maullar. Sólo hace una especie de ruiditos, especialmente cuando sube o baja de algún lugar o cambia de habitación. Yo me imagino que habla con algún amigo invisible que le hace compañía.amor.
No se deja ver si hay desconocidos en casa y excepcionalmente la puedo acariciar sin que se asuste. Es muy buena cazadora …. y generosa: me trae siempre (eso creo) los mejores trozos de todos los pobres gorriones que atrapa. – mis otros gatos nunca han cogido nada – Pero el verdadero talento de Benita son los masajes en el corazón. Algunas noches, especialmente en invierno, de un salto sube a mi cama y avanza cautelosa sin parar de murmurar a su amigo invisible para que no haga ruido y me despierte. Llega hasta mi pecho y se abre hueco entre mis brazos. Entonces suspira. Y yo noto -lo juro- que la mano buena de Dios me acuna el corazón y lo hace latir con suave amor.
Bueno, este es el relato de cómo nos cruzamos las vidas Benita y yo. Todo es cierto. Queda por desvelar lo que se escapa a la propia historia y que no deja de ser lo que más me intriga. No sólo de este hecho, sino de todos los que vivo y de los que me llegan a contar. Siempre fragmentados, llenos de vacíos que la imaginación debe completar y sobre todo con un principio al que no se retrocedió lo suficiente. Hay tantas cosas interesantes que debieron de suceder antes de lo que nos cuentan. Sin ellas, nada hubiera ocurrido como pasó. Pero se pierden.
No hay necesidad de ponerse pesadito con esto. Ya lo he repetido bastante.
Pero aún no he contado …porqué “Benita” se llama así.
Benitas
Un día hace ya mucho tiempo -un sábado o un domingo- me arrastraron a uno de esos lugares que uno tiene que conocer antes de morir. Está París, San Andrés de Teixido y este sitio para comer cordero….no recuerdo bien el nombre pero no importa, seguro que tú también tienes un pueblo donde “hay que ir a comer cordero” más o menos cerca, y ya sabes a lo que me refiero.
Pues bien, allá que fuimos un grupito bien organizado dispuestos a dar justa cuenta del asado en horno de leña mas grande y abundante que pudieramos trasegar. Nosotros y medio Madrid, también. ¿Pero acaso importaba? No: el pueblo entero se había transformado en un parque temático reservado a la ingesta masiva de cordero y había un mesón-restaurant en cada casa.
Se daba la circunstancia de que era Agosto. Quiere decir que has de calcular justo el tiempo de dejar el coche en el parking de las afueras y refugiarte en el mesón-restaurante que hayas reservado lo más rápidamente posible para no desvanecerte en la acera a causa de la insolación. Como todos los mesones-restaurantes son iguales, es inevitable pasar un ratito de desconcierto malo. Pero reconforta la esperanza de un buen asado. Lo malo es cuando acabas. Fuera el sol es aún más fuerte y ya no tienes donde ir. Naturalmente yo hubiera salido pitando a Madrid…pero quedaba feo. Así que cuando alguien propuso ir a tomar café a algún otro pueblo cercano, no me pareció lo peor.
Benita atiende a su amigo invisible.
A continuación tengo un espacio borroso en la memoria. Quizas algo pasó al entrar en el coche a cincuenta grados en plena digestión del cordero. No recuerdo bien quien condujo, ni qué coche encabezaba nuestra pequeña caravana; pero sí sé que cuando llegamos a aquel pueblito, algo en el transcurso normal del Tiempo, había sucedido.
Para reforzar esta impresión de extrañeza, encontramos las calles vacías – y ningún bar- . No había nadie. En realidad, tampoco había “calles” …Sólo un hueco entre las casas. Las casas tampoco eran “casas, casas” …más bien corrales de lascas negras que alguien había cubierto con más lascas negras.
El efecto era bonito, muy bonito…pero desolador. A uno se le encogía el corazón al imaginar la existencia durísima de aquellas personas en aquel lugar en donde la tierra no da más que pizarra. Por todas partes, sin embargo, había flores. Entre las grietas y bajo el sol crecían esas varas altas que dan grandes flores alrededor del tallo. No sé como se llaman. Son las flores de los descampados y también de los veranos de mi infancia solitaria. Las hay blancas, rosas, rojas y algunas de un purpura casi negro – son mis favoritas – En el centro tienen un gran estambre como de suave fieltro amarillo. Cuando se secan dejan sus semillas ordenadas en círculo dentro de una bolsita redonda. Son unas flores maravillosas que no se dejan cultivar. Un regalo que habla de la belleza y la bondad aún en las peores circunstancias.
Eso me parece a mí. Pero no sé como se llaman. En aquel lugar las había por todas partes, sobre todo blancas, y con más abundancia al paso que nos acercábamos a una de aquellas casas en particular. Una igual que las demás pero con una placa de mármol blanco en la piedra negra. En la placa se leía : ” Gracias Benita por la hermosa lección de tu vida” debajo dos fechas que casi abarcaban cien años. Y luego “tus vecinos y amigos no te olvidan”. Lo primero que vi después de leer aquello fueron las flores y, claro está: para mí ya sólo se llaman “Benitas”
Cuando rescaté a mi gatita ciega en medio del tráfico, entendí que sólo podía haber llegado desde ese mismo lugar… aunque fuera imposible comprender cómo …y que claro está: venía con nombre.
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